No había hora para zarpar. Todos estaban siempre listos en sus puestos y a la orden del capitán (la más grande de nosotros) que desde lo más alto ordenaba levar anclas y partir. El mar era verde, con tierra y árboles a la vista. Era hermoso el paisaje, pero era aún más mágico aquel al que nos dirigíamos.
Cuando navegábamos, nadie podía desatender su oficio. Había un cocinero atento a los pedidos de la tripulación y con un menú diferente todos los días; el encargado de izar las velas en el mástil; el vigilante y su catalejo que advertía si había piratas a la vista y (quien escribe) el bombardero encargado de apuntar los cañones para hundir a los imaginarios saqueadores.
Pasábamos horas en nuestros roles trepados entre las ramas. Los abandonábamos al llegar a destino, generalmente cuando la mamá de algún tripulante gritaba “a comer”.
Era uno de los mejores juegos de la infancia en Horco Molle, con un grupo de “amiguitos” que hoy se extrañan, porque también se extrañan los siete, ocho y nueve años de vida transcurrida en ese lugar.
El barco era un árbol hermoso, que seguramente hoy no nos debe parecer tan alto como en aquel entonces. Un árbol de mil ramas de un marrón claro casi blanco, y lo suficientemente resistentes para soportar el tráfico y el ajetreo de nuestra inquieta marinería. Un árbol con pocas hojas y casi sin flores, pero que igual decoró aquellos tiempos, cuando era nuestro barco.